Dios permite que haya seres de luz que un día impactan nuestra vida y quedan, de por vida, como importantes referentes. En mi caso la que hace años marcó mi vida, fue Corrie Ten Boom.
Ella fue una cristiana holandesa, llena del Señor, que me llegó al corazón a través de su libro “El refugio secreto”.
Allí cuenta, y desnuda toda su misericordia y su valentía, sobre la decisión que tomó un día, durante la Segunda Guerra Mundial, de esconder a judíos de su pueblo, Harlem, en un altillo o ático que había en la relojería de su padre, para protegerlos de los nazis.
Alguien los delató y fueron todos, incluida Corrie, su hermana Betsie, su padre y los judíos, a un terrible campo de concentración.
En esas celdas pudo experimentar milagros maravillosos del Señor, pero su hermana y su padre terminaron en las cámaras de gas.
Ella logró ser liberada por los aliados.
Hace unos años, estando en Europa en tareas ministeriales, decidí, un día de franco, tomarme un tren rumbo al pueblo holandés de Harlem. Todavía se conservaba un reloj gigante en la puerta con la inscripción “Relojería Ten Boom”.
Fue muy estremecedor para mi pisar el lugar donde Corrie, esta gigante de la fe, arriesgó su vida por el prójimo. Me quedé un rato largo mirando aquel altillo.
Años más tarde tuve la hermosa oportunidad de publicar una nota en nuestra Revista “Los Elegidos” durante la visita que Corrie hizo a la Argentina.
Una médica cristiana, Gwen Sheperd, radicada en Uruguay, le hizo de chofer llevando a Corrie a varias iglesias donde fue invitada.
En una de ellas contó que, al salir del campo de concentración, con el agudo dolor por la pérdida de su padre y hermana, se encontró, en una calle de Berlín, con la celadora que tan cruelmente las trató en aquellas oscuras barracas. Corrie la reconoció de inmediato. Casi sin dudarlo, se dio vuelta y la corrió unos metros, se identificó y la invitó a la reunión donde ella predicaría esa noche.
Casi se cae del asombro al entrar al templo y ver, en la primera fila, a aquella celadora. Cuando terminó el mensaje e hizo el llamado, la primera que corrió a arrodillarse fue esa mujer, que recibió a Cristo, bañada en lágrimas.
Dejó infinidad de anécdotas preciosas en aquella visita, como por ejemplo que mientras esperaba en las reuniones que le tocara el turno para predicar, ella tejía al crochet.
Y me gustó mucho el diálogo que tuvo Corrie con la doctora que conducía el auto. De pronto, mientras circulaban por Buenos Aires, comenzó a llover suavemente. De inmediato la chofer encendió el limpia parabrisas. En un momento dado la médica, extasiada por la personalidad de Corrie, le preguntó: ¿Cómo hace usted para vivir una vida tan santa Corrie? A lo que la holandesa respondió: “No soy tan santa como te imaginas, lo que pasa es que no dejo que mis pecados se acumulen. Cada vez que me doy cuenta que he pecado, así como tú has encendido rápidamente el limpia parabrisas apenas cayeron las primeras gotas, yo, de inmediato pido perdón a Dios y Él se digna limpiarme una y otra vez”. La inolvidable Corrie.