Desde esta semana asumí una tarea que, desde mi punto de vista, es muy alta, muy prestigiosa: comencé un pequeño “ministerio personal” en un geriátrico. El jueves me levanté muy temprano, puse en orden las ideas y salí en el auto sin ningún papel, solo confiando en lo que el Señor me diera en ese momento. Cuando llegué, me esperaban unos veinte internos —más mujeres que hombres— que se brindaron con toda calidez.
Me ubiqué parado en el centro de ese salón. Me presenté porque nadie me conocía (no es un sitio evangélico) y luego les pedí que me dijeran sus nombres. Ese simple gesto abrió la puerta a la confianza y al diálogo.
Mientras hablaba, me llamó la atención que se acercaran también las enfermeras, algunos empleados administrativos y hasta unos obreros que estaban refaccionando algo. Todos se quedaron hasta el final. Al concluir, la terapista ocupacional se me acercó y me dijo con una sonrisa: “Ya estamos deseando su próxima visita”. Ese fue, para mí, el mejor halago.
Volví muy feliz a casa para contarle a Hilda. No hubo multitudes, ni carteles anunciando mi nombre, ni cámaras, ni aplausos… solo un solitario predicador empeñado en decirles a esos abuelos que Dios los ama mucho.
Me quedó grabado, en un versículo que nunca olvido, que el Señor no mide la importancia de un ministerio por la cantidad de público ni por los escenarios. Jesús dijo: “De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, para mí lo hicisteis” (Mateo 25:40).
El corazón de Dios se inclina con ternura hacia los ancianos, hacia los que están en soledad o en el ocaso de su vida. Y a nosotros nos llama a ser instrumentos de consuelo. El apóstol Pablo escribió: “Por tanto, alentaos los unos a los otros, y edificaos unos a otros, así como lo hacéis” (1 Tesalonicenses 5:11).
En un mundo que corre detrás de la fama y de los números, Dios nos recuerda que lo eterno se juega en lo sencillo: un nombre recordado, una sonrisa compartida, una oración susurrada al oído de un abuelo que tal vez hace tiempo que nadie escucha.
Ese día confirmé que no existen lugares pequeños cuando se predica un evangelio tan grande. Y me fui con la convicción de que, aunque mis palabras fueron simples, la presencia del Señor llenó ese salón.
La tarea recién comienza, y confío que Él me seguirá dando palabra fresca cada jueves. Pero ya entendí algo: allí donde haya un corazón que escuche, allí está el mejor púlpito del mundo.