Testimonio: Periódico El Puente, dos décadas de servicio a Dios

Anoche pensaba en los 20 años en los que fui director del Periódico El Puente, desde aquellos primeros pasos en 1985 hasta su última edición...¡dos décadas! ¡Cuánto trajín, ¡cuánta responsabilidad, ¡cuánta bendición y cuánta honra inmerecida de parte de la gente!

Recuerdo aquellas páginas sólidas, escritas con excelencia por profesionales coherentes, criteriosos… pero, sobre todo, por cristianos genuinos, hombres y mujeres temerosos de Dios que ponían el alma en cada nota, en cada columna.

Durante esas dos décadas, me llovían invitaciones para predicar en cada rincón del país, y también en algunos países del exterior. Uno no lo buscaba, pero venía: Conferencias, congresos, seminarios, programas de radio, entrevistas, iglesias grandes y pequeñas, auditorios llenos… todo eso formó parte de una etapa intensa, rica, inolvidable.

 

Pero el tiempo pasó. Ya han pasado más de 20 años desde el último Puente. Aquel muchachito que fundó un faro periodístico cuando tenía poco más de treinta años…hoy es abuelo de tres bellas niñas. Y como es natural, las generaciones cambian, las prioridades cambian, y la vida avanza con su propia música.

Aún quedan quienes, con cariño, me recuerdan aquellos tiempos y agradecen lo que significó ese periódico. Pero ya no salgo tanto a predicar. Ya no estoy en los escenarios de antes. Ya no suenan tantos teléfonos. Y, de una manera suave y silenciosa, uno descubre lo que tantas veces escuchó, pero nunca pensó que le tocaría de cerca: los vientos soplan hacia otro lado.

Y entonces, uno aprende algo que no se enseña en ninguna facultad: La popularidad es un huésped breve; la memoria humana un visitante intermitente. Pero el fruto que se sembró en Dios permanece para siempre.

EL NOMBRE SE APAGA, EL FRUTO SIGUE
Con los años, uno descubre que el reconocimiento viene… y se va.
Que hoy muchos te buscan… y mañana siguen su camino.
Que la admiración pública es como un aplauso en el viento: suena fuerte un momento, y luego se pierde.
Y no es que la gente sea ingrata; es que la vida sigue, y todos tienen nuevas historias, nuevos referentes, nuevos tiempos.
Pero lo que queda no es nuestro nombre. Lo que queda es lo que el Señor hizo a través de nosotros. Porque la gente se olvida pero Dios nunca.
El cielo no archiva vidas; atesora siervos. No mide la fama; mide la fidelidad. No recuerda los aplausos; recuerda la entrega.
Y cuando, con el tiempo, los reflectores se apagan, uno entiende otra verdad profunda: Los aplausos se van; el fruto permanece. No somos lo que fuimos en el escenario, sino lo que dejamos en las almas.

SEGUIR SIRVIENDO CUANDO YA POCOS MIRAN
Este tiempo de vida, más sereno, más íntimo, más pausado, tiene una belleza que antes no veía: la belleza de servir sin buscar miradas, de bendecir sin esperar aplausos, de compartir sin pensar en resultados.
La belleza de ser útil, aun cuando ya nadie toma fotografías. La belleza de sembrar, aun cuando la siembra ya no sale en los titulares.
Porque al final de todo, cuando uno mira hacia atrás con honestidad, reconoce que la obra que hicimos para Dios no depende de quién la recuerde, sino de quién la inspiró.
Hoy doy gracias a Dios por los años de El Puente, por las puertas abiertas, por los viajes, por las columnas, por las prédicas, por la gente alcanzada. Pero también doy gracias por este tiempo: más simple, más tranquilo, más profundo.
Doy gracias porque puedo seguir sirviendo —de otra manera, con otro ritmo— aunque ya pocos miren. Porque el verdadero servicio no necesita escenario; necesita corazones.

Y finalmente, abrazo esta convicción que me sostiene: “El Señor no olvida la obra de amor que habéis mostrado hacia su nombre.” (Hebreos 6:10).
Y eso, queridos amigos, es lo único que nunca cambiará.

Por Marcelo Laffitte, director de "El Puente" por 20 años

Suscríbete a nuestro boletín de novedades

Te vamos a comunicar lo más destacado.
Solo una vez por semana te enviaremos notas seleccionadas de nuestra web.