Porque terminar en adulterio, ser criticado por todo un pueblo pequeño, convertirse en motivo de dolor para quienes más amaba —mamá, mi hermana y yo—, no habrá sido fácil para su espíritu. Hoy me duele pensar en su propio sufrimiento, en su vergüenza, en su soledad. Lo que para nosotros fue una herida, para él debió haber sido una carga insoportable.
Mi padre, Pedro —“Laffo”, como le decían cariñosamente en el pueblo— fue un hombre bueno. Solo con su esfuerzo, hasta el día en que murió, nos dio un techo, ropa, comida y educación por muchos años. Nadie más trabajaba en casa. Y tuvo, pese a todo, gestos constantes de ternura hacia mi hermana, hacia mí, y también hacia mamá.
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Era un hombre afectuoso, de una gran cultura. En los atardeceres de verano solía salir a sentarse en la vereda, y los chicos del barrio se arremolinaban para escucharlo. Tenía un magnetismo especial: contaba historias, hablaba de otros mundos con su humor y su imaginación. En ese pueblo tranquilo y bucólico, mi padre era una figura entrañable, alguien que dejaba una huella en quienes lo rodeaban.
Con los años entendí que la vida humana no se puede juzgar desde una sola escena. Nadie es solo su caída. Nadie es solo su pecado. Hay una trama más honda que solo Dios conoce. Nosotros vemos los actos; Él ve el corazón. Nosotros condenamos el momento; Él considera toda una vida. “El hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Dios mira el corazón.” (1 Samuel 16:7).
Y me pregunto tantas veces: ¿Qué habrá visto el Señor dentro de mi padre el día que se fue de casa para vivir con su amante? ¿Qué habrá sentido Dios en Su infinita misericordia al mirarlo partir? ¿Habrá reconocido mi padre al Señor en su interior antes de morir? Yo creo que sí. Porque el amor de Dios no se interrumpe ante un fracaso humano. La gracia no se retira cuando tropezamos: permanece esperándonos, como el padre del hijo pródigo. “Aun estando lejos, su padre lo vio, y fue movido a misericordia.” (Lucas 15:20).
Mi padre murió joven, a los cincuenta años. Pero dejó en mí una huella imborrable: la de un hombre que trabajó, soñó, amó y también se equivocó. Hoy no lo miro con reproche, sino con compasión. Porque entiendo que detrás de cada pecado hay una historia, una necesidad, una búsqueda...y un gran sufrimiento. Y solo Dios puede leer esas páginas con justicia y con ternura.
Jesús dijo una vez, frente a una mujer acusada: “El que esté libre de pecado, arroje la primera piedra.” (Juan 8:7). Yo no arrojo ninguna. Prefiero mirar el cielo y decir: “Gracias, Señor, por no haberme juzgado con la vara con que tantas veces juzgué.”

Y si hoy pudiera hablar con mi padre, no le preguntaría por qué se fue. Le diría que lo quise, que lo sigo queriendo, y que confío en que la misericordia de Dios —esa que va más allá de toda lógica— lo haya alcanzado en su último suspiro. Porque está escrito: “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia.” (Romanos 5:20).
Y si hay algo que me consuela profundamente es creer que la última mirada de Dios que él vio antes de partir no fue la del reproche, sino la del perdón.
Por Marcelo Laffitte


