El secreto mejor guardado: ser amigo de Dios

Carlos Vercellino es un hermano y su ejemplo de amistad con Dios siempre me ha conmovido. Él tiene un hermoso rito que ya lleva muchos años: se despierta muy temprano —a veces antes de que amanezca— para tener su encuentro diario con su Gran Amigo: Jesucristo.

 

Camina dentro de su casa en el pequeño pueblo de Puan, provincia de Buenos Aires, le habla, lo escucha, y el Señor le responde a través de la Biblia. Y va registrando en un cuaderno todo lo que el Señor le revela. Y en otra libreta anota nombres de vecinos bajo el título: "A estas personas les hablé de ti Señor". Y él suele decirme que no cambiaría por nada esa bella costumbre. Y que nunca comienza a trabajar en su peluquería, sin estar con su Amigo.
 
 
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Construir una amistad verdadera con Dios es, quizás, el objetivo más importante de toda la vida. Nada se compara con esa comunión íntima, silenciosa, profunda, que se da cuando el alma aprende a disfrutar de Su Presencia.
 
El problema es que, con frecuencia, los creyentes nos enfocamos demasiado en rendir para Dios. Queremos servir, producir, hacer cosas grandes, como si el amor del Padre dependiera de nuestra productividad espiritual. Pero no es así. Dios no nos ama por lo que hacemos, sino por quienes somos: sus hijos. Y aunque el servicio es valioso, el corazón del Evangelio no está en lo que hacemos para Él, sino en lo que vivimos con Él.
 
Cuando Jesús dijo: “Ya no los llamaré siervos… los llamaré amigos” (Juan 15:15), estaba revelando el mayor deseo de su corazón: no sólo tener obreros, sino compañeros de camino. Personas que conversen con Él, que lo escuchen, que lo amen sin agenda.
 
Una amistad así no se logra de la noche a la mañana. Como toda relación profunda, se cultiva con tiempo, sinceridad y presencia. A Dios no le interesa una oración apurada, sino una charla de corazón a corazón. Le agrada cuando le contamos lo que sentimos, sin caretas. Cuando lo hacemos partícipe de nuestras alegrías, miedos, cansancios, sueños…y hasta nuestras fallas.
 
Fuimos diseñados para eso. Por eso, cuando no practicamos esa amistad, salta adentro nuestra una insatisfacción, porque algo, en nuestro interior, se apaga. Nos sentimos vacíos, incompletos, como si la vida perdiera sabor. Pero cuando volvemos a caminar de la mano del Señor, todo se acomoda: la paz vuelve, la esperanza renace y el alma se llena de propósito.
Quizás hoy no necesites hacer más cosas para Dios, sino estar más con Dios.
No tanto correr por Él, sino descansar en Él.
Porque quien aprende a disfrutar la amistad divina, lo tiene todo.
 
Y pienso en vos, Carlos, y en tantos como vos. Su ejemplo nos recuerda que la verdadera grandeza espiritual no está en hacer mucho, sino en amar mucho. Que la fe no es solo obediencia, sino también ternura, diálogo y compañía. Gracias por mostrarnos —con tu constancia, con tus madrugadas y tus charlas con el Señor— que la amistad con Dios no es un ideal inalcanzable, sino una relación viva, posible y transformadora.
“Acérquense a Dios, y Él se acercará a ustedes.”
(Santiago 4:8)
 
Por Marcelo Laffitte

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