Testimonio: Alejandro, el predicador callejero

Cada día su mujer le plancha cuidadosamente la camisa y le repasa la raya del pantalón. Él le saca brillo a su único par de zapatos y elige su mejor corbata. Al rato, bien afeitado y prolijamente peinado, sale. Mi amigo Alejandro no es ni un vendedor ambulante ni un visitador médico.
Es, y me pongo de pie para decirlo, un predicador callejero. Un hombre que eligió la más alta de las tareas: decirle a la gente que circula por la inmensa Buenos Aires que hay salvación para los que crean en el Señor Jesucristo. Alejandro tiene 56 años y predica con la autorización de su iglesia local.
 
La noche anterior ya sabe con exactitud cuál será su “esquina de trabajo”, como él les llama a los puntos estratégicos de la ciudad que escogió meticulosamente.
Un día será en la afiebrada esquina de Corrientes y Carlos Pellegrini, justo frente al obelisco. Otro, será en la Terminal de Ómnibus de Retiro, donde la gente espera sentada la partida de su viaje. Otra vez levantará su voz entre borrachos, niños de la calle y mujeres de vida ligera en la Estación Ferroviaria de Constitución. Y, enterado que todos, sin excepción, necesitan a Cristo, no teme en escoger uno de los días para predicar en la puerta del Palacio de Tribunales.
 
Muchos lo elogian, le dan palmadas y ven con agrado lo que hace. Un día, el legendario actor Osvaldo Miranda le dijo:” Estoy en un todo de acuerdo con lo que está diciendo” …
Pero no todas son rosas para este arrojado “Juan el bautista” contemporáneo. Agravios muy descalificadores, miradas llenas de burla e ironía y hasta alguna presión de la policía forman parte del precio cotidiano que Alejandro debe pagar por intentar bendecir a la gente.
Un día, mientras llamaba a los transeúntes a encontrarse con Aquel que es el Camino, la Verdad y la Vida, un hombre furioso, fuera de sí, comenzó a gritarle con todas sus fuerzas: “¡Callate, mentiroso! ¡Sos un embustero!”.
Alejandro, casi sin inmutarse, cerró su Biblia por un momento, se acercó a aquel hombre y, poniéndole la mano en el hombro, le dijo: “Amigo, sinceramente todo lo que deseo es que Dios lo bendiga muy ricamente a usted y su familia”.
El hombre, perplejo, agachó la cabeza y se marchó. Pero una mujer, que estaba observando toda la escena, al ver la dureza de las agresiones y la reacción serena de Alejandro, no frenó el impulso y lo abrazó largamente. Fue una expresión de cariño silenciosa pero llena de palabras.
Cuando Alejandro me lo contó le dije: “Esa mujer que te abrazó lo hizo en el nombre del Señor. En realidad, el que te estaba abrazando era Él, como queriéndote expresar: “No desmayes Alejandro”.
 
Predica mensajes muy breves, apenas cinco minutos. Es que en esta alocada ciudad la gente corre frenéticamente. Solo algunos detienen sus pasos por un minuto para saber “¿qué está diciendo?”. Y en esos breves instantes, Alejandro sabe muy bien que tendrá que dejar caer las palabras justas para llegar al corazón.
 
A su alrededor la ciudad ruge. La gente corre tras empleos que nunca se consiguen. Los ladrones se confunden con la gente honesta en la misma vereda. Algún funcionario corrupto pasa “maquinando” su próxima coima. Los mendigos se detienen a escuchar sin prejuicios. El canillita de la esquina “relojea” al predicador mientras vocea los diarios del día. Un muchacho pasa con los ojos vidriosos por la droga. Es una ciudad que corre, pero que no sabe adónde. Camina, pero sin rumbo.
 
Pero en esta ciudad existe gente que conoce el camino. Alguien les ha enseñado y son “baqueanos” de la vida. Podrían guiar para que no haya tantos perdidos. Están capacitados para orientar en la oscuridad, porque ellos son como una luz.
Son los que conocen la ruta que puede llevar a la meta. Son los que tienen las llaves que pueden abrir todos los tesoros. Son los que pueden explicar a la gente dónde está la diferencia entre perdición y salvación eternas. Se llaman cristianos.
Ellos conocen la verdad. Ellos saben cuál es el camino. Ellos tienen la vida. PERO NO ESTAN EN LAS ESQUINAS.
No circulan por las calles con sus lámparas. No hablan con nadie. ¿Dónde están entonces?
Están encerrados en sus templos.
 
Vaya mi homenaje a todos los “Alejandros” que, o en las esquinas de alguna ciudad o pueblo, o entregando un “tratadito” cristiano en un colectivo, o hablando a alguna vecina en el barrio, o en la forma que sea, se animan a pagar el precio de cumplir con la Gran Comisión.
¡Bienaventurados los que predican el Evangelio de Jesucristo porque ellos experimentarán un gozo inexplicable!
Esto me dijo el propio Alejandro cuando le pregunté: ¿Y qué sentís cuando volvés a tu casa luego de compartir tantas horas sobre Jesús en alguna esquina?
Y me respondió: “Marcelo, siento una felicidad, una cosa interior, una sensación en el corazón que no se puede explicar con palabras”.
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Tomado de mi libro “Las 3 V: Verdades, vigentes y valientes”. Alejandro sigue predicando en el Cielo, junto al Señor.
Por Marcelo Laffitte

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