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Testimonio "una oración desprolija que fue tomada en serio por Dios"

Recuerdo aquella patética escena en que, siendo un niño, me puse a llorar un día mientras tomaba la merienda. “¿Por qué lloras...? ¿Qué te pasa, Marcelo?”, me preguntó mi madre. Y la respuesta salió de lo más profundo de mi temor y mi angustia: “Tengo miedo mamá... porque un día nos vamos a morir todos...”

 

Muchas veces dejé escapar lágrimas en la oscuridad de un cine en aquellas “matiné” donde iba con los chicos del barrio, porque mi mente se escapaba de la película para recorrer los laberintos oscuros de aquella palabra que no me dejaba: muerte.
 
Crecí en un ambiente católico donde nunca entendí nada sobre las cosas que mi madre (con la mejor de las intenciones), me hacía cumplir “religiosamente”: cada noche debía besar casi una docena de santos, vírgenes y estampitas que poblaban mi mesa de luz; la comunión y la confirmación quedaron estampadas solamente en fotos amarillentas que quedaron por allí. Pero en mi corazón no sucedía absolutamente nada. Seguían allí prendidos, como aves de rapiña que no quieren soltar su presa, el miedo y la inseguridad.
 
Mucho tiempo después, cuando tenía 28 años, llegaría el Señor con sus fuerzas libertadoras para desplazar a aquellos oscuros enemigos y plantar, de una vez y para siempre, la bandera de la fe, de la vida y de la seguridad.
 
Fue a través de un muchacho, Luis, al que yo no conocía, aunque trabajábamos en la misma empresa. En aquel ambiente de tanta agresividad, de tantas bromas con doble sentido, el perfume de Cristo se esparcía a través del carácter sereno y bondadoso de Luis.
 
Pero yo no creía en nada. Sólo en aquello que podía ver y tocar, así que lejos estaba de comprender que me encontraba en presencia de un cristiano que vivía lo que predicaba.
 
“¿Por qué sos tan diferente al resto de los muchachos?”, me atreví a preguntarle a Luis y recuerdo su respuesta como si fuera ayer: “¿Será porque soy cristiano?”.
A partir de aquel día algo prendió en mí. Permanentemente buscaba tener un momento libre para acercarme a aquel joven que con paciencia infinita me hablaba de un Cristo vivo, de un Cristo bueno y comprensivo, de un estilo de vida distinto, limpio, recto.
 
“Pero, ¿qué debo hacer concretamente para ser un hijo de Dios como sos vos?”, le pregunté tres meses después con ansiedad.
 
“Debes hablar con Dios”, me dijo mansamente. “No sé rezar”, le repliqué. “Háblale con tus palabras”, me explicó, “como a un amigo cuéntale de tus fracasos y tus miedos y reconócelo como Señor y dueño de tu vida de ahora en más”.
 
 
Era tanta mi necesidad que corrí y, poniendo llave a la puerta de mi oficina, y aunque era ateo, me arrodillé con reverencia para hablar con Dios. No sé si tenía fe o me movía una profunda necesidad espiritual.
 
Frases desprolijas pero muy honestas conformaron aquella, mi primera oración. Y tal como Luis me había explicado, me entregué al Señor.
 
Nunca olvidaré la forma en que le rogué a Dios que se acercara: “Te pido que vengas a tomar el timón de mi vida".
Y Él lo hizo.
 
Por Marcelo Laffitte
 

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