¿Éstas son horas de llegar?

El pastor llegó cansado a su casa. Ya era casi la medianoche. Cerró la puerta con cuidado de no hacer ruido, pues sabía que los chicos ya dormían. Su esposa, recostada en un sillón, miraba el televisor con cara de hastío. En la mesa, un pequeño mantel cubría sólo un extremo donde un plato, los cubiertos y unas milanesas frías en una fuente esperaban al último comensal.

El pastor estaba cansado pero eufórico. Ese día había sido realmente fructífero. Había salido de su casa a las siete de la mañana, y a las ocho predicó en un desayuno para hombres de negocios donde tres de ellos fueron impactados espiritualmente. ¡Eso era un buen resultado!

Planificó, con otros miembros de su iglesia la campaña que esa noche comenzaría en su templo… y eso le llevó casi cuatro horas.

Por la tarde viajó una hora en colectivo para dar clases en un seminario. Y los alumnos lo felicitaron porque la clase había sido muy edificante.

En el camino de regreso, releyó el mensaje que daría y en aquella primera noche de campaña, ¡se entregaron a Cristo treinta personas! ¿Cómo no estar eufórico?

Tenía tantas cosas lindas para contarle a su esposa. Se arrimó a ella mientras se aflojaba la corbata que había usado durante casi diecisiete horas. – ¡Hola, querida!, -le dijo mientras le daba un beso. Ella, poniendo mecánicamente la mejilla, lanzó la frase: – ¿Éstas son horas de llegar? ¡Todos los días lo mismo…!

El pastor se quedó paralizado, petrificado. Dio media vuelta y en silencio, de espaldas al televisor donde su mujer volvió a poner sus ojos cansados, comenzó a masticar la fría cena.

El pastor esperaba otro recibimiento. Quizá esperaba que su mujer le preguntara cómo le había ido en cada una de las actividades. Ella sabía con cuánta expectativa y entusiasmo venía organizando esa campaña desde hacía meses.

Él venía soñando con que su mujer le preguntara: “Querido, ¿cuántas personas aceptaron a Cristo? ¿Fue buena tu predicación? ¿Hubo mucha gente? ¿Todo resultó como lo habían planificado? ¿Estás cansado?”. Sin embargo, todo lo que salió de la boca de aquella mujer fue: “¿Éstas son horas de llegar?”

Pero la pregunta que surge es otra: ¿Quién se está equivocando en esta casa? ¿La mujer, que con su frialdad y su indiferencia desalienta al siervo al cual Dios le ha dado dones y talentos tan especiales? ¿O el hombre, que en su entusiasmo por servir a la obra de Dios se olvida de que tiene una mujer y una familia que lo extrañan y lo necesitan?

Ningún caso es igual al otro, y sólo Dios puede responder a este interrogante. Pero lo cierto es que hay muchas esposas de pastores que hasta han dejado de ir a la iglesia, porque aparentemente el Evangelio les ha robado a su esposo. Hay muchas esposas de pastores que aun asistiendo a la iglesia no reciben ninguna ministración pues la amargura las bloquea y no escuchan a nada ni a nadie, y se están secando espiritualmente.

Cierto es también que son muy pocos los que ministran a las esposas de pastores para que entiendan que ellas deberán adaptarse a un estilo de vida diferente, donde el disfrutar de las victorias del esposo, el compartir cada una de sus cargas, y el acompañarlo a todos los lugares que pueda es el único camino para no terminar enfrentadas con el Evangelio o frustrando la carrera de su marido.

En una reunión de esposas de pastores que se realizó en Brasil, la sinceridad de muchas llegó a tal punto (“la membresía nos critica, nos exige estar siempre bien, no nos admite errores, estamos casi siempre solas…”), que muchas rompieron en llanto.

Quizás esto no sea una generalidad, pero hay una realidad innegable: las esposas de pastores claman por ser ministradas… y comprendidas. ¡Claman por un CAMBIO en la actitud de algunos esposos!

Hilda de Laffitte

Publicado originalmente en la Antología #5 “El cambio: Resultados del proceso transformador de Dios”

 

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