Te perdono

“Mía es la venganza”, dice el Señor. Hemos visto que podemos perdonar, ver la ofensa como una herramienta en las manos de Dios, y ver también la ofensa como señal de dolor de la persona que me ofende. Cuando actuamos de esta manera se abren las puertas para ministrar a esa persona. En cambio, cuando juzgamos o atacamos, se pierde toda posibilidad de acercamiento.

Pero surge una pregunta: ¿No defendernos de las agresiones de la gente no nos vuelve tontos? Y si nos ven tan débiles y tan inofensivos, ¿no volveremos a ser lastimados una y otra vez? No. De ninguna manera. Dios afirma que tenemos un Abogado en los cielos, Jesucristo, que atiende todos nuestros conflictos y que tarde o temprano colocará las cosas en su justo lugar con las personas que nos dañen. Esto significa que ni siquiera debe pasar por la mente de un cristiano la idea de la venganza.

La venganza debo dejarla en manos de Dios. Dios es el único que puede hacer justicia perfecta, solo Él, nadie más. Si yo pongo a esa persona que me lastima en manos del Señor, puedo tener la certeza que se hará con ella una justicia perfecta. En cambio, la justicia humana es muy frágil e imperfecta.

Romanos 12:17-20 dice: “No paguéis a nadie mal por mal; procurad lo bueno delante de todos los hombres. Si es posible, en cuanto dependa de vosotros, estad en paz con todos los hombres. No os venguéis vosotros mismos, amados míos, sino dejad lugar a la ira de Dios; porque escrito está: Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor. Así que, si tu enemigo tuviere hambre, dale de comer; si tuviere sed, dale de beber; pues haciendo esto, ascuas de fuego amontonarás sobre su cabeza”.

Como vemos con claridad, el juicio final es un rol exclusivo del Señor. No es nuestra tarea ni responsabilidad. Él dará el veredicto final. Él tendrá la última palabra.

Cuando amontono ascuas sobre la cabeza de mi enemigo con mi actitud pacífica, no lo hago para que se queme más rápido en el infierno, sino por el contrario, para que llamas de convicción despierten su alma y se arrepienta.

No dejemos de cumplir nuestra responsabilidad de defender a nuestros seres queridos y actuar en beneficio del pobre y el oprimido. Cristo nunca luchó por sus derechos propios pero actúo con fuerte emoción para defender a los explotados. No debo quedarme mudo cuando veo injusticias cometidas. Levantaré mi voz y tomaré acción para defender al menesteroso de la mano opresora. Jesús enmudeció cuando se trataba de Él dejando todo en manos de Dios Todopoderoso, pero jugó un papel profético a favor del oprimido.

Damos misericordia porque hemos recibido misericordia. Y al perdonar, colaboramos con Dios en la obra que hace en esa vida, porque Dios trabaja en las ovejas perdidas. Trabaja en sus mentes, en sus corazones, en su ambiente. Son los hijos pródigos. Son las monedas perdidas. Son como la oveja que se extravió. Dios quiere salvarlos y nosotros, con nuestro gesto de perdón, colaboramos. Somos herramientas. Somos el medio de gracia que el Señor usa para acercar a las personas al amor de Cristo.

Muchas veces cuando alguna persona se levanta contra nosotros, sentimos en nuestro interior un deseo, un impulso a reaccionar carnalmente. La amargura gana nuestros sentimientos y en nuestro corazón se generan reacciones de odio, de venganza.

Pero cuando se trata de un cristiano santificado, lleno del Espíritu, ese deseo interior no se exterioriza. Porque descubre que allí, en la raíz de su alma, Dios ha colocado amor, gozo, paz, paciencia y benignidad. Entonces, al no practicar el ojo por ojo y diente por diente, impedimos que el diablo pueda sembrar dentro de nosotros raíces de amargura. Cuando tenemos la grandeza de confesar a Dios y a esa persona que tenemos amargura en nuestra alma, que el resentimiento nos domina, pero que deseamos actuar cristianamente, ganamos la batalla porque estamos dando el primer paso hacia el perdón.

La Biblia es clara: “Quítese de vosotros toda amargura, enojo, ira, gritería y maledicencia, y toda malicia. Antes sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también perdonó a vosotros en Cristo” (Efesios 4:31-32)."

por Marcelo Laffitte.

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