Primero, es el perdón que sale de nosotros por amor, por un impulso misericordioso sin que la otra persona tenga que humillarse para pedir perdón.
Segundo, es el perdón que se brinda por misericordia –lea bien esto- sin que la otra persona se merezca el perdón.
Tercero, es el perdón que se da sin que la otra persona ni siquiera se dé cuenta que tiene que pedir perdón.
El Señor repite en su Palabra que no quiere jueces, que quiere perdonadores, porque sabe que esa actitud genera libertad y sanidad espiritual en quienes la practican.
Romanos 12:18 nos enseña que “en lo que dependa de nosotros debemos estar en paz con todas las personas”. La Palabra también nos enseña que nunca debemos decir: “¡me vengaré de ese daño!” Nos pide que “confiemos en el Señor y él actuará por nosotros” (Proverbios 20:22).
Nuestras vidas tendrían que ser un intercambio permanente de perdón y de comprensión con las personas, porque ese perdón que hoy otorgamos a otro, mañana lo vamos a necesitar nosotros por algún error que cometeremos.
“Quítese de vosotros toda amargura y enojo, antes sed benignos unos con otros, perdonándose unos con otros”. (Efesios 4:31).
“Padre, quiero ser un perdonador. No quiero ser un juez. Deseo que mi vida se llene de misericordia y de amor. Quita todo rencor y todo juicio de mí y coloca allí perdón y comprensión”
