Como punto de partida tenemos un texto bíblico que debe motivarnos: “Hermanos, si alguno es sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restauradlo con espíritu de mansedumbre, mirándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado” (Gálatas 6:1)
Dios se duele profundamente de los que condenan a los caídos en el camino, a los heridos de guerra. Él ama a los restauradores.
El pecado es parte de la realidad de la vida cristiana y constantemente produce estragos en la familia de Dios. Y es un acto de verdadera perversión sumar más dolor al caído criticándolo y aún marginándolo.
¿Pensamos en algún momento que los próximos en desbarrancarse podemos ser nosotros? Lo dice la Biblia.
Otra verdad bíblica nos desnuda a todos: “El que esté libre de pecado, que arroje la primera piedra”.
Correr a contar, casi con alborozo, el pecado que le fue descubierto al hermano Juan es un acto de maldad propio de una persona carnal. Y esa actitud es todo lo contrario de lo que nos enseña la Palabra: “…debemos llorar con el que llora”.
La restauración mal entendida es cuando el liderazgo intenta corregir con enojo y hasta con cierta agresión. Esto, corregir con enojo, precisamente, es lo que termina arruinando el proceso de restauración porque el caído, por el mismo engaño del pecado, ofrecerá cierta resistencia.
Y si queremos que no termine humillado, enojado y que decida nunca más venir a la iglesia, nuestra actitud debe ser de ternura y mansedumbre. Esto se puede lograr sin dejar de lado la firmeza necesaria para esa situación.
Pero insisto que lo que más nos va a ayudar en todo ese proceso es mirar nuestras propias vidas. Y si reconocemos que todos nosotros estamos sujetos a las mismas debilidades, podremos proceder con mucha misericordia.
Y eso permitirá que la Gracia de Dios actúe profundamente en la vida del caído.
Recordemos entonces: Dios nos manda a llorar con el que cae y a ayudarlo a levantarse con espíritu de mansedumbre.
Por Marcelo Laffitte