El grito silencioso de los adolescentes

En Mendoza, una provincia argentina, este fin de semana, una jovencita de apenas 14 años puso en vilo a todo el país. Llevó al colegio una pistola reglamentaria de su padre policía y, en medio de la clase, desenfundó el arma y disparó al aire. Entre lágrimas y gritos confesaba que estaba harta del bullying.

La escuela fue desalojada y la adolescente se atrincheró durante cinco horas en un aula, pidiendo hablar con la profesora de matemáticas, a quien acusaba de haberla herido con comentarios hirientes. Al final de la jornada, la policía logró persuadirla. Nadie salió lastimado, pero este no es el primer drama relacionado con el bullying: hace apenas dos años, en el sur del país, un jovencito mató a tres compañeros en su colegio e hirió a otros en un hecho que todavía duele y no se olvida. Los vecinos de la niña declararon que era una chica tímida y tranquila, de una familia de “buena gente”. Uno de sus compañeros aportó la frase clave: “Estaba sufriendo mucho por las burlas, pero nunca comentó nada del dolor que eso le causaba. Ni siquiera a sus padres”.

¿QUÉ NOS DEJA ESTE HECHO?
Vivimos en tiempos donde los adolescentes llevan sobre sus espaldas un peso emocional muchas veces insoportable. El bullying, la presión social, la exigencia de “encajar” y, muchas veces, la indiferencia de los adultos, están empujando a muchos chicos al límite. La Biblia nos recuerda: “La vida y la muerte dependen de la lengua; los que hablan mucho sufrirán las consecuencias” (Proverbios 18:21). Una palabra puede herir tanto como un arma. Un comentario burlón puede marcar un alma frágil para siempre.
¿QUÉ PODEMOS HACER?:
ESCUCHAR MÁS
No alcanza con preguntar “¿cómo estás?” y conformarse con un “bien”. Escuchar más significa mirar a los ojos, notar los silencios, atender los gestos. Significa darle importancia a lo que a veces nos parece mínimo, pero para ellos es enorme. La escucha verdadera abre la puerta para que los chicos puedan expresar lo que cargan en su interior.
ACOMPAÑAR MÁS
Los adolescentes no necesitan sermones constantes, sino sentir que no están solos en la batalla. Acompañar es estar presentes: ir a sus actividades, interesarnos en sus amistades, en lo que ven, en lo que escuchan. No es controlar, sino caminar al lado. El acompañamiento cercano evita que se sientan abandonados en medio de sus luchas internas.
 
AMAR MÁS
El amor expresado con hechos es un escudo poderoso contra el rechazo y las burlas. Amar más significa abrazar, afirmar, valorar. Cada adolescente necesita escuchar una y otra vez: “Eres importante”, “Te amo tal como eres”, “Tu vida vale mucho”. El amor de la familia y de una comunidad de fe puede sanar las heridas invisibles del bullying.
ORAR MÁS
En un mundo cada vez más hostil, la oración es nuestra arma espiritual más fuerte. Orar por nuestros hijos y por los adolescentes de nuestras comunidades es ponerlos bajo la cobertura de Dios. Orar es interceder, pedir por su paz interior, por su identidad, por su fortaleza. “Clama a mí y yo te responderé, y te enseñaré cosas grandes y ocultas que tú no conoces” (Jeremías 33:3).
 
UN LLAMADO URGENTE
No podemos mirar para otro lado. Cada vez que un adolescente grita en silencio con su dolor, nos está reclamando atención. Este no es solo un problema de las escuelas ni de la policía: es una responsabilidad compartida.
Padres, no dejemos que la rutina o el cansancio nos roben la posibilidad de conversar de verdad con nuestros hijos.
Docentes, recordemos que una palabra hiriente puede hundir más que un examen reprobado.
Líderes y pastores, no olvidemos que los jóvenes necesitan modelos, abrazos y un lugar seguro donde ser escuchados.
La indiferencia es tan peligrosa como el mismo bullying. Cada chico merece ser mirado con los ojos de Cristo y ser valorado como lo que es: una vida preciosa.
Jesús mismo nos advierte: “Así también su Padre que está en los cielos no quiere que se pierda ninguno de estos pequeños” (Mateo 18:14).
Si elegimos callar, seremos cómplices del dolor. Si decidimos amar, acompañar y orar, seremos parte de la sanidad y la esperanza.
 
Por Marcelo Laffitte

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