Durante el embarazo, a su mamá Micaela le diagnosticaron insuficiencia placentaria. Una complicación grave que perjudicaba el crecimiento óptimo de Josué. A partir del quinto mes de gestación, las ecografías demostraban resultados muy desfavorables y los médicos ya no les daban a sus padres esperanza de vida.
Día a día la falta de oxígeno, y nutrientes ponía en peligro la vida del pequeño. La ciencia decía era muy difícil que logre llegar a las 30 semanas.
Fieles a la promesa que Dios le había dado, sus padres confiaban en que el milagro sucedería y clamaban día y noche por ese cambio de diagnóstico.
Y así ocurrió, el Señor comenzó a demostrar su poder en cada paso.
Ante todos los pronósticos Josué se mantuvo las 34 semanas y a los 8 meses nació con 1kilo 470 gramos. Su peso era el de un bebé de cuatro meses de gestación. Por este motivo, los médicos aconsejaban a sus padres que estén preparados porque el niño supuestamente debía enfrentarse a secuelas neurológicas.
Pero sabemos que Dios obra de maneras diferentes, y muchas veces los procesos son parte de experiencia que nos permiten disfrutar a cada instante de un nuevo milagro.
Ante los diagnósticos desfavorables, un viernes por la noche sus padres fueron a la Iglesia y en el servicio de unción de milagros, trajeron una ropita del bebé. El pastor Robert Acosta la ungió con aceite, y al otro día le pusieron sobre su cabecita la prenda ungida donde el niño estaba internado.
A partir de ese día, milagrosamente él empezó aumentar de 80 a 100 gramos cada semana, logrando el peso ideal. Los médicos, sorprendidos al ver el milagro de sanidad en Josué, le dieron el alta.
Su mamá Micaela y su papá Gerardo glorifican a Dios por la sanidad de su bebé, expresando que durante el proceso. el Señor les dio la palabra del Salmos 34 “Bendeciré a Jehová en todo tiempo. Su alabanza estará de continuo en mi boca”. “Aun cuando la noche parece oscura, quiere decir que pronto está el amanecer. Sólo debemos creer y aferrarnos al Dios de milagros”.