Mujer: para servir.... no necesitás micrófono

Durante mucho tiempo, muchos creyentes han pensado que la esposa del pastor debe ser una especie de “supermujer espiritual”: saber tocar el piano, ser una hábil anfitriona, cocinar comidas deliciosas hechas por ella misma, conocer la Biblia de memoria, hablar con elocuencia y estar siempre lista para reemplazar a cualquiera que falte en la escuela dominical.

 

Además, se espera que tenga una familia perfecta, hijos siempre bien vestidos y obedientes, un aspecto distinguido pero modesto, una sonrisa permanente y una paciencia infinita… todo esto, muchas veces, con un salario pastoral que apenas alcanza.
 
Este tipo de expectativas —que yo mismo he observado en distintas congregaciones— puede transformarse en una pesada carga. Porque, detrás de cada pastor, hay una mujer que también sirve al Señor, pero no siempre desde los púlpitos ni con micrófono en mano.
 
Hay esposas de pastores que son verdaderas joyas escondidas: mujeres que sostienen el hogar mientras su marido atiende el rebaño, que crían a los hijos con amor, que oran en silencio cuando nadie las ve, que no buscan figurar, pero cuya fidelidad honra a Dios.
 
Cuando yo trabajaba en el Equipo de Luis Palau, la tarea de mi esposa Hilda podía parecer, a simple vista, pasiva o pequeña. Sin embargo, era todo lo contrario.
Mientras yo viajaba trabajando en campañas evangelísticas por distintos países, ella debía quedarse en casa con nuestras tres hijas pequeñas, que más de una vez se enfermaron y no la dejaron dormir. Hubo ocasiones en que se descompusieron la heladera o el lavarropas, y no faltaron los días en que la soledad y las ausencias pesaban demasiado. Creo sinceramente que su carga era más dura que la mía.
 
Mi trabajo era visible y reconocido, pero el de ella era silencioso, contínuo, sostenido por amor y fe. Esa fidelidad invisible también predicaba.
 
La Biblia nos enseña que “cada uno recibirá su recompensa conforme a su labor” (1 Corintios 3:8). Y en ese sentido, muchas esposas de pastores recibirán una corona mayor que la de sus esposos, porque han servido con humildad, con sacrificio y con un corazón dispuesto.
 
Algunas congregaciones admiran a las pastoras carismáticas, talentosas y visibles. Pero también hay quienes se sienten bendecidos al ver a una mujer sencilla, que admite que no lo sabe todo, que se sienta a aprender con humildad, que ríe de sí misma, que va al almacén con una bolsa en la mano o se calza un jean para llevar a su hijo al colegio.
 
No hay un único molde. Tanto la mujer llena de talentos como la de perfil bajo pueden reflejar la gloria de Dios, siempre que lo hagan con autenticidad y con un corazón rendido al Señor. Porque lo que verdaderamente edifica no es el brillo exterior, sino la fe sincera, el amor genuino y la humildad del espíritu.
 La iglesia necesita ver mujeres que no se tomen a sí mismas demasiado en serio, pero que tomen a Dios muy en serio. Mujeres que no buscan agradar a la gente, sino al Señor (Gálatas 1:10). Mujeres que entienden que “engañoso es el encanto y vana la hermosura; la mujer que teme al Señor, ésa será alabada” (Proverbios 31:30).
 
En definitiva, detrás de cada gran pastor hay una mujer que ora, que sostiene, que aconseja, que calla cuando debe, que alienta cuando su esposo flaquea. Y aunque muchas veces su servicio pase desapercibido para los hombres, Dios ve cada lágrima, cada sacrificio y cada oración secreta.
 
Porque como dice Hebreos 6:10: “Dios no es injusto para olvidar vuestra obra y el trabajo de amor que habéis mostrado hacia su nombre”.
 
Por Marcelo Laffitte

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