Es que no existe una línea que separe lo espiritual de lo secular o mundano. “Lo correcto es vivir en cristiano las 24 horas del día y los 365 días del año”. Esta tan acertada frase la recogí de la boca de un pastor inolvidable: Juan José Churruarín.
No es correcto calificar de espiritual únicamente lo que hacemos dentro de las cuatro paredes de un templo, y llamar “secular” al resto de nuestras acciones. La Biblia nos enseña que “sea que coman o beban o hagan cualquier otra cosa, háganlo todo para la gloria de Dios” (1 Corintios 10:31).

Por eso, cuando alguien afirma creer en Dios, pero no en la iglesia, en el fondo está diciendo que ha visto demasiada incoherencia en quienes se llaman cristianos. Y, lamentablemente, muchas veces es cierto: hablamos de amor, pero tratamos mal a los demás, predicamos fe, pero vivimos llenos de miedo, proclamamos perdón, pero guardamos rencores.
La iglesia no es un edificio, somos nosotros, personas redimidas, pero aún imperfectas, que estamos en proceso de transformación. Reconocer esto nos libra de la hipocresía y nos desafía a vivir de manera auténtica. Somos “carnales en recuperación”, copiando el estilo de Dante.

El desafío, entonces, es que nuestra vida cotidiana —en la familia, en el trabajo, en los negocios, en el trato con los vecinos— sea un reflejo de la fe que profesamos. Que nadie pueda señalar una doble vida en nosotros. Como dijo Jesús: “Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mateo 5:16).
Claro que la iglesia no es perfecta, porque está formada por seres humanos que todavía están siendo moldeados por Dios. Pero esa es precisamente su grandeza: que el Señor escogió lo débil y lo imperfecto para mostrar su poder transformador. Cuando vivimos con coherencia, aunque sea en cosas sencillas y cotidianas, damos un testimonio que impacta más que mil discursos.
El mundo necesita ver cristianos reales, que no esconden sus errores, pero que se levantan cada día con la decisión de honrar a Dios en todo. Esa clase de iglesia, viva, humilde y transparente es la que brilla como una luz en medio de tanta oscuridad.

Así que no nos desanimemos por las críticas, más bien tomémoslas como un llamado a mejorar.Recordemos siempre que Cristo amó a la iglesia y se entregó por ella (Efesios 5:25). Y si Él no se avergüenza de llamarnos su pueblo, tampoco nosotros debemos avergonzarnos de vivir como iglesia delante del mundo.
Por Marcelo Laffitte


