Lo oculto no te deja tener paz

Ayer a la tarde, pensando en la columna de hoy, me dije: "Quisiera escribir sobre las cosas importantes que no se ven. Sobre el mundo oculto del hombre. Sobre esa dimensión tan activa que ronda por el corazón, por el alma, por el espíritu".

 

Muchas veces, cuando hacemos algo que sabemos que desagrada a Dios, lo escondemos cuidadosamente, como quien guarda algo vergonzoso en el sótano del alma. Nadie lo sabe. Nadie nos vio. Nadie nos señala. Pero, sin embargo, algo dentro nuestro empieza a doler. Es que el pecado, por más oculto que esté, nos alcanza igual.
 
Y no lo hace con gritos ni con escándalos, sino de una manera mucho más silenciosa y profunda: lastimando nuestra dignidad.
“Sabed que vuestro pecado os alcanzará.” (Números 32:23)
 
Y no, no siempre nos alcanza con una consecuencia pública. A veces, la mayor consecuencia es el malestar interior, ese peso que llevamos por dentro, ese fastidio que no se va, ese susurro que nos recuerda que no estuvimos a la altura, esa sensación de humillación. Es un pesar silencioso, pero justo.
 
Y aunque duela, me atrevo a decir que es mejor que no nos salga gratis.
 
Porque si pecar no tuviera precio, lo naturalizaríamos. Lo repetiríamos. Y así, sin darnos cuenta, iríamos perdiendo algo sagrado: la dignidad. Y una persona sin dignidad —sin respeto por sí misma— lo ha perdido todo. Ha perdido su valor. Ha perdido su norte. Ha dejado de luchar por ser una mejor persona.
Por eso, ese dolor que sentimos por dentro es, en realidad, una misericordia de Dios. Porque nos recuerda que aún sentimos. Que aún nos importa. Que aún no estamos perdidos.
 
David, después de su pecado oculto, lo expresó así:
“Mientras callé, se envejecieron mis huesos en mi gemir todo el día.
Porque de día y de noche se agravó sobre mí tu mano;
se volvió mi verdor en sequedades de verano.” (Salmo 32:3–4)
 
Pero luego vino el alivio:
“Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad…
y tú perdonaste la maldad de mi pecado.” (Salmo 32:5)
 
No hay mayor sanidad que confesar lo oculto y ser restaurado por Dios.
Si hoy estás sintiendo ese dolor por dentro, no te desesperes. No es el final. Es la voz del Espíritu que todavía susurra, que todavía te busca, que todavía te ama.
 
Y si Dios te sigue hablando, es porque todavía hay esperanza.
 
Por Marcelo Laffitte

Suscríbete a nuestro boletín de novedades

Te vamos a comunicar lo más destacado.
Solo una vez por semana te enviaremos notas seleccionadas de nuestra web.