Te perdono, porque Él me amó

La postura que deseo compartir con ustedes, queridos amigos, en esta reflexión —y que desarrollo más extensamente en mi libro “Te perdono”— solo puede entenderse desde la lógica del Reino de Dios. Fuera de ese contexto, podría sonar a incoherencia o incluso a locura. Pero en el Reino, es una muestra de madurez espiritual.

 

Me refiero a la capacidad de perdonar a quienes nos han herido, defraudado o traicionado, y hacerlo de una forma que va mucho más allá de lo que el mundo podría esperar.
 
Hay ocasiones en las que, frente a una ofensa, no se trata de poner el foco en el daño que nos causaron, sino de mirar con los ojos de Cristo a la persona que nos hirió.
 
¿Para qué? Para intentar discernir qué dolor, qué historia oculta, qué heridas internas están impulsando su comportamiento. Esa es una mirada profundamente cristiana.
 
Es ver, no al agresor, sino al ser humano que sufre y que, muchas veces sin quererlo, contagia su dolor a otros. “El amor será vuestro distintivo, si se tienen amor los unos por los otros.” (Juan 13:35, paráfrasis)
 
Cuando alguien nos lastima, es natural que brote en nosotros la indignación o el deseo de respuesta. Pero… ¿Y si en lugar de devolver el golpe, eligiéramos mirar más profundo? ¿Y si tratáramos de ver esa ofensa como el síntoma de un alma herida que necesita amor, comprensión y perdón?
 
Permitime ilustrarlo con una historia sencilla:
Un joven creyente atendía la caja en una farmacia de guardia, entrada la noche. Una señora, visiblemente alterada, le exigía con malos modos un medicamento, lo apuraba, le hablaba con desprecio. Él intentó mantener la calma mientras preparaba el pedido. Cuando le entregó la bolsa, la miró con serenidad y le dijo:
—Señora… no sé lo que le está pasando, pero sinceramente espero que Dios le dé alivio esta misma noche.
La mujer se quedó inmóvil, y con los ojos llenos de lágrimas murmuró:
—Mi hija está internada hace horas. No sabemos si va a salir adelante… perdóneme.
Este tipo de respuestas no nacen del impulso. Nacen de una vida transformada por Dios, moldeada por el Espíritu, y de un corazón que ha sido sanado en profundidad.
 
“Antes sed bondadosos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó en Cristo.” (Efesios 4:32)
 
Sospecho que las personas que logran estas actitudes tan altas han pasado por el fuego de Dios y han sido purificadas en lo más profundo de su ser. No son personas débiles. Son creyentes maduros que deciden amar donde otros solo saben reaccionar.
 
Y vos podés ser uno de ellos. De hecho, si el Espíritu Santo habita en vos, ya tenés en tu interior todo lo necesario para perdonar de este modo.
El mundo enseña: “Devuelve el golpe”. Cristo enseña: “Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen, bendecid a los que os maldicen y orad por los que os calumnian.” (Lucas 6:27-28)
 
¿Difícil? Sí. ¿Ilógico? También.
¿Pero acaso no fue eso lo que hizo Jesús en la cruz?
“Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.” (Lucas 23:34)
 
Esa es la altura del Reino.
Y si queremos parecernos a Cristo, no podremos quedarnos en las bajezas del resentimiento, el rencor o la venganza.
 
Yo, personalmente, prefiero no reaccionar como los que no conocen a Dios. Mi anhelo es, como dice Romanos 12:21, “no ser vencido por el mal, sino vencer el mal con el bien”.
Esa es la actitud más alta a la que un hijo de Dios puede aspirar.
 
Por Marcelo Laffitte

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