Muchos cristianos llevan años en la fe, incluso ocupando cargos dentro de la iglesia, y sin embargo siguen atados. Atados a la condenación de la ley. Esto sucede cuando no se ha revelado plenamente en el corazón la profunda realidad de la Gracia.
El creyente que ha comprendido lo que significa la Gracia de Dios nunca más vive en esclavitud ni intenta ganarse con obras lo que ya le pertenece por derecho de hijo: el amor incondicional del Padre.
Solo cuando esa luz se enciende en nuestro interior podemos comenzar verdaderamente a vivir y cumplir el propósito que Dios nos confió. Porque la Gracia no es solo el punto de partida de la vida cristiana: es también el fundamento, el sustento y la motivación de todo lo que hacemos.
Una de las grandes mentiras del enemigo es hacernos creer que nunca seremos lo suficientemente buenos como para ser amados, perdonados o usados por Dios.
Esa voz acusadora nos susurra que no alcanzamos, que no damos la talla. Y sin darnos cuenta, cargamos sobre nuestros hombros la pesada mochila de la culpa.
Pero cuando entendemos la Gracia, esa mentira se derrumba. Porque la Gracia es Dios dándonos lo que no merecemos, pero lo que Él desea darnos con todo su amor. Es el fin de la condenación y el principio de una nueva manera de vivir: no para ganarnos Su favor, sino porque ya lo tenemos.
Muchos han oído decir —y repiten sin mucha reflexión— que la Gracia es “un favor inmerecido”. Y sí, es cierto. Pero tratar de encerrar en una sola frase una de las cinco palabras más importantes del Evangelio roza la superficialidad.
La gracia no se define: se vive, se experimenta, se respira. Es el corazón mismo del mensaje de Jesús.
Permítame hacerle una pregunta que puede revelar mucho más de lo que imagina:
¿Qué cree que piensa Dios de usted? Respóndalo con honestidad, allí donde está.
La respuesta que dé a esta pregunta revela dos cosas fundamentales:
1. Qué lugar tiene Dios en su vida.
2. Cuánto ha entendido usted sobre la gracia.
Si su respuesta fue: “Creo que Dios me ve como un hijo amado, profundamente amado e incondicionalmente aceptado”… entonces usted ha comprendido la esencia del Evangelio. Ha dejado atrás la esclavitud de la religiosidad y ha abrazado la libertad gloriosa de los hijos de Dios. ¡Usted es libre! Libre para amar, libre para obedecer, libre para vivir con gozo, sabiendo que nada puede separarlo del amor de Dios (Romanos 8:38-39). Ha comenzado a verse como lo que realmente es: un hijo. Y eso cambia todo.
La Biblia lo afirma con poder y claridad:
“Estad, pues, firmes en la libertad con que Cristo nos hizo libres, y no volváis otra vez a ser esclavos bajo el yugo de la esclavitud” (Gálatas 5:1)
Y como bien me dijo una querida amiga colombiana: “No confundamos la libertad como hijos de Dios con un permiso para pecar.”
Porque la Gracia no es libertinaje, sino el motor para una vida santa, inspirada por gratitud y no por temor.
Recordemos también estas palabras del apóstol Pablo:
“¿Qué, pues? ¿Pecaremos porque no estamos bajo la ley, sino bajo la Gracia? ¡De ninguna manera!” (Romanos 6:15)