Pero yo tengo otra mirada. Conozco de cerca los vacíos que suelen habitar en esas alturas. Por eso decidí hablarles desde una frase que me parece demoledora por su honestidad: “Tengo todo para ser feliz, pero estoy triste.” Esa confesión, inmortalizada por el poeta y músico Vinicius de Moraes, resume el desconsuelo existencial de muchos que lo tienen todo… menos paz.
El célebre escritor Oscar Wilde dijo una vez: “El hombre tiene dos tragedias: una es no obtener lo que desea… y la otra, es obtenerlo.”Y esa reflexión contiene una verdad profunda. Porque muchas personas que dedican su vida a perseguir el éxito, terminan descubriendo que ni el dinero ni el reconocimiento llenan el hambre más profunda del alma.
He conocido a muchos que alcanzaron la cima… y sin embargo se sienten más solos que nunca. Trabajaron 16 horas por día. Sacrificaron familia, salud, tiempo con sus hijos, su paz interior… todo, por un objetivo. Y cuando por fin llegaron, miraron alrededor… y no había nadie con quien compartir la cima.
En una edición de nuestra revista “Los Elegidos”, compartimos la historia de un joven que dejó todo para ir a Hollywood en busca de fama. Logró lo que muchos sueñan: ser protagonista de películas Y ser reconocido mundialmente. Pero a los 35 años, con todo ese “éxito”, estaba profundamente deprimido. Ya no le quedaban más sueños.
Otro caso que publicamos fue el de una mujer que anhelaba fundar una casa de alta costura, reconocida y admirada. Lo consiguió. Pero cada mañana se preguntaba: “¿La vida es solo esto?”
Es que nuestras almas no tienen sed de dinero, poder o status. Tienen sed de trascendencia. Y esa sed no se sacia con logros humanos.
Jesús lo dijo con claridad: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?” (Mateo 16:26).
Muchas vidas se parecen a una piedra arrojada al río: provoca unas ondas por unos segundos… y luego desaparece. Nada queda. El agua vuelve a su estado anterior. Pero hay otras vidas que siguen haciendo ondas aún después de que sus protagonistas ya no están. Personas cuyo ejemplo, fe, palabras y obras siguen multiplicándose en otros.
Esas son las vidas que valen la pena. Las que dejan huella.
El vacío interior que tantas personas sienten no se llena con nada que este mundo ofrezca. Solo puede llenarse con el propósito para el cual fuimos creados. La Biblia nos recuerda: “Todo fue creado por Él y para Él” (Colosenses 1:16). “En tu presencia hay plenitud de gozo” (Salmos 16:11). “Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia” (Juan 10:10).
Una vida plena tiene dos pilares fundamentales: El primero, dejar que Dios, el Creador de todas las cosas, tome el timón de nuestra existencia. No se trata de religión. Se trata de relación. Solo cuando permitimos que Jesús sea el Señor de nuestra vida, encontramos dirección, consuelo, paz y propósito.
Y el segundo, vivir de tal forma que nuestro paso por la tierra deje frutos duraderos. Frutos que hablen de fe, de servicio, de amor, de generosidad. Frutos que apunten a lo eterno, no solo a lo temporal. Porque “el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre.” (1 Juan 2:17)
Quizás algunos de los presentes en esa charla, como muchos otros en diferentes lugares del mundo, hayan llegado muy lejos en lo profesional, pero estén sintiendo lo mismo que Vinicius expresó: “Tengo todo… pero estoy triste.”
Hoy quiero decirles con total convicción que hay un lugar donde esa tristeza termina. Ese lugar es la presencia de Dios. Y ese vacío que ni la fama, ni el poder, ni los logros han podido llenar… lo puede llenar Jesús.
Solo cuando Él ocupa el centro, el alma encuentra reposo.
No sigas corriendo sin rumbo. No sigas subiendo escalones que no conducen a la plenitud. Hay una cima más alta: la de vivir bajo el propósito de Dios. Y esa sí da gozo… y no tristeza.
Por Marcelo Laffitte