Tu fe prolongará tu vida

Dos pueblos, dos hábitos y una misma verdad: cuando el alma vive en paz con Dios, también el cuerpo lo agradece. No es una metáfora. Ni un deseo piadoso. Es un dato confirmado por la ciencia: la fe, cuando se vive con sinceridad, compromiso y coherencia, alarga la vida.

 

Entre los cinco lugares del mundo conocidos como “Zonas Azules” —aquellos donde una parte significativa de la población supera los 90 e incluso los 100 años con buena calidad de vida—, dos tienen algo en común que no puede pasarse por alto: una fe activa en Dios y una vida comunitaria modelada por principios bíblicos. Y ese es considerado el principal factor de la longevidad de esos habitantes.
 
Uno de esos lugares es Nicoya, en Costa Rica, una región donde los ancianos no solo viven más, sino que conservan su alegría, su lucidez y su sentido de propósito. Allí, la espiritualidad no es un accesorio; es el centro de sus días. La oración, la gratitud, la familia, el servicio al prójimo y la confianza plena en Dios son parte del ritmo natural de vida.
 
El otro sitio es Loma Linda, una comunidad en California compuesta mayoritariamente por Adventistas del séptimo día. Su estilo de vida, basado en la Biblia, promueve el descanso sabático, la alimentación saludable, la abstinencia de vicios, el ejercicio moderado y, por sobre todo, una profunda relación con Dios. Y los resultados están a la vista: viven, en promedio, 10 años más que el resto de los estadounidenses.
 
¿Qué tienen en común estos pueblos tan distintos, de culturas tan diversas, pero con un mismo efecto notable en su longevidad? Que no solo creen, sino que viven lo que creen.
 
La pregunta entonces no es: “¿Puede la fe mejorar mi vida?”, sino más bien: “¿Qué clase de fe estoy viviendo?”
 
Porque no se trata de una fe decorativa, ocasional o meramente emocional, sino de una fe que moldea el carácter, ordena las prioridades, guía las decisiones y da sentido incluso a los dolores.
 
El apóstol Pablo escribió: “Ejercítate en la piedad; porque el ejercicio corporal para poco es provechoso, pero la piedad para todo aprovecha, pues tiene promesa de esta vida presente, y de la venidera.” (1 Timoteo 4:7-8).
 
La vida cristiana bien vivida —con humildad, servicio, perdón, templanza, oración y esperanza— no solo nos prepara para el Cielo, sino que mejora profundamente la vida en la Tierra.
 
Tal vez no todos vivamos cien años. Pero si algo confirman estas zonas azules es que el cuerpo se beneficia cuando el alma vive en paz con Dios. Y entre tantos descubrimientos que me asombraron, hubo dos que me arrancaron una sonrisa personal.
 
El primero: la siesta diaria. En Nicoya, los ancianos la defienden como parte vital del bienestar. Me sentí en casa. Yo vengo de un pueblo donde, entre la una y las cuatro de la tarde, las calles quedaban desiertas y el silencio era casi sagrado. Dormir la siesta no era pereza: era sabiduría popular.
 
El segundo: levantarse cada mañana con un propósito claro. Y pensé: ¡vaya si nosotros, los que seguimos a Cristo, tenemos razones para levantarnos! Tenemos una misión, una causa más grande que nosotros, un mensaje eterno, un Reino al que servir.
 
No vivimos para durar más. Vivimos para dejar huella. Y quien vive con fe, aún si parte antes, nunca se va del todo.
 
Por Marcelo Laffitte

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