Testimonio: todo con excelencia

Una de esas pequeñas escenas cotidianas que me conmueven es la atención que les dedica a los colibríes que rondan nuestra casa. Ha colocado dos bebederos en forma de flor, donde cada día prepara con dedicación el agua azucarada. Es un pequeño ritual que realiza con ternura, como si los esperara con una sonrisa invisible.

 

Y ellos vienen. Pequeños viajeros alados, veloces y brillantes, dibujando giros imposibles en el aire. Toman, vuelan, danzan. Es un paisaje simple, pero lleno de sentido. Un rincón del mundo donde reina el cuidado, la constancia y la belleza sin testigos. Allí está Hilda, haciendo arte con lo pequeño. Alimentando vida. Sosteniendo armonía.

 

Un día, tan fascinada por esas diminutas criaturas, Hilda le hizo un pedido al Señor. Uno simple, casi infantil, pero sincero: “Señor, ¿podrías darme la dicha de tener, aunque sea solo por un momento, uno de ellos en mis manos?”

 

No habrá pasado una hora cuando uno de ellos chocó contra el vidrio de una ventana y cayó junto a ella. Lo levantó con el cuidado con que se alza un milagro. Notó que sus finas patitas estaban enredadas, como hilos de coser. Las desenredó con paciencia, lo contempló un minuto más, dio gracias a Dios… y abrió la mano para que volviera a volar.

 

Fue como si el Señor le hubiese susurrado: “Esto es una recompensa por lo bien que tratas mi creación.”

 

Y mientras el picaflor se alejaba en el aire, yo la miré otra vez... y confirmé lo que hace años sé: cuando alguien vive con amor y reverencia por lo pequeño, también aprende lo grande: a tocar el corazón de Dios.

 

Cuenta su esposo Marcelo Laffitte