Testimonio: la tristeza de nacer en una casa sin Dios

En la casa donde nací, en Laguna Paiva, Santa fe, no se hablaba de religión ni se daba gracias por la comida cuando nos sentábamos a la mesa. Había muchos libros, pero nunca vi una Biblia. La fe, evidentemente, no había golpeado a nuestra puerta. Vivíamos en el ¿poder? de nuestras propias fuerzas y tomábamos decisiones como mejor podíamos.

Tampoco recuerdo haber visto orar a mis padres y no tuve la dicha de que, siendo niño, una cariñosa maestra de escuela dominical me contara historias bíblicas. Si bien mamá y papá hicieron lo que pudieron para compartirnos principios morales, me faltaron esas enseñanzas rectoras de las Escrituras que tanto bien hacen cuando entran en el corazón de un chico.En casa no se asistía a la iglesia. No era nuestra costumbre ir a las misas católicas de nuestro pueblo. Recuerdo haber entrado solo en contadas ocasiones.

Alguien dijo que mucha gente tiene un promedio de tres entradas a la iglesia en toda su vida. Y son las tres veces en las que se les “arroja” algo: Cuando nacen y los bautizan (se les echa agua); cuando se casan (les arrojan arroz) y cuando mueren (les tiran tierra). Yo entré solo en las dos primeras, obviamente.

Lo cierto es que nací y me crie en un hogar sin Dios, donde la religión era apenas un maquillaje social y el Señor una figura decorativa y, sobre todo, lejana. Muy lejana. Y ahora que hago memoria, mi casa fue una casa triste. Aunque mi padre mostraba una chispeante simpatía con la gente, en la intimidad yo lo notaba triste y frustrado. Y por las noches solía escuchar interminables discusiones que culminaban cuando mi madre rompía a llorar.

Es que el adulterio de mi padre era una realidad, no solo una sospecha. Y cuando el adulterio entra en una casa, lo hace acompañado de muchas lágrimas y mucho dolor. Cuando el pecado golpea la puerta de un hogar, lo destruye todo.

Ausencia de Dios, tristeza del alma
Todas estas experiencias, sufridas por muchos años, me sirvieron para comprobar que es imposible encontrar armonía y felicidad en un hogar donde Dios está ausente. Los bienes materiales no suplen, no cubren ese vacío. Puede haber carcajadas y hasta una aparente felicidad, pero si Dios no mora en el corazón de sus habitantes, esa casa será triste, hueca y marchará sin rumbo.

Dios no hizo al hombre para que trate de pasar lo mejor posible sus setenta u ochenta años sobre la tierra. Lo hizo con un propósito mucho más alto y trascendente. Lo dibujó a su imagen y semejanza para algo más que hacer dinero, tener una buena casa y un auto lujoso. Los que han accedido a estos bienes podrían contar, si fuesen sinceros, que sin Dios el vacío persiste, que falta algo, que la tristeza no se va.

Los que logran descifrar el llamado que Dios les hace en el corazón y responden, esos sí que ascienden las escalinatas del gozo y de la paz espiritual, y sus vidas cobran sentido. Otros se confunden de camino y, olvidándose de Dios, colocan todas sus energías en lograr bienes materiales. Cuando los logran, comprueban en su intimidad, que han errado el blanco. Porque sus vidas aún siguen sin propósito.

Por eso puedo hablar con fundamento, porque yo viví en una casa aparentemente religiosa, pero lejos de Dios. Por todo lo vivido, entendí la esterilidad de la vida materialista y decidí buscar el Camino. No fue fácil hallarlo. No tenía idea dónde estaba realmente.

Cambio de rumbo
Pero Dios fue bueno conmigo y un día, estando en Buenos Aires, me encontré frente a una persona que me dijo: “Marcelo, Jesucristo no es un personaje histórico. Él, a diferencia de todos los líderes religiosos del mundo que están en una tumba, está vivo y tiene respuestas para todas las preguntas del hombre”.

Aquellas palabras fueron la puerta. Por ella pasamos no solamente mi hermana y yo, sino que también la atravesó mi madre (mi padre ya había fallecido) y gran parte de mi familia.

Hoy mi casa es una casa llena de Dios. Y todo es distinto. En este día, como alguna vez Jesús le anunció a Zaqueo, yo también puedo decir: “Ha venido la salvación a esta casa.” (Lucas 19:9).

Por Marcelo Laffitte

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