Un hermano de una congregación me pidió tener una conversación a solas. Lo noté muy nervioso. Como si lo que tenía que decirme fuera algo muy importante.
Comenzó hablándome de lo bien que le hacían la fe, la iglesia y la comunión con los hermanos. Y fue al grano: “Quiero pedirte que ores mucho por mí, porque fui homosexual”.
Traté de disimular, pero en realidad aquello me cayó como un balde de agua fría. Me aseguró que, si bien no había tenido más caídas desde que aceptó a Cristo, estaba luchando con impulsos internos que buscaban tumbarlo otra vez. Me dijo: “No sé cómo explicarlo, pero la homosexualidad es como un vicio que te atrapa, que te encadena, como un demonio que desde adentro te invita y te incita. Y no quiero volver al infierno que he vivido”.

Cuando terminó de decir eso, lo miré y estaba llorando. Le agradecí su confianza y traté de ayudarlo en todo lo que pude.
En otra ocasión, un matrimonio de la iglesia nos pidió, a Hilda y a mí, que les diéramos nuestra opinión sobre algo que habían hecho.
“Nosotros quisiéramos saber si estamos haciendo bien al guardar algo que consideramos un recuerdo muy valioso”.
¿De qué se trata ese recuerdo?, pregunté.
El esposo explicó: “Nosotros antes de aceptar a Cristo tuvimos un noviazgo de tres años que fue hermoso. No podíamos vivir ni un solo minuto el uno sin el otro. En honor a ese amor tan inmenso, nosotros guardamos en casa un vestido de mi esposa en el que quedaron huellas de nuestra primera relación sexual” Jamás nos habían contado nada semejante.
Nos dijeron que “al crecer espiritualmente comenzamos a sentir que aquello no estaba del todo bien y como les tenemos confianza a ustedes, es que hemos venido a consultarlos”.
Hablamos con ellos un largo rato, y como eran personas espirituales, nos entendieron plenamente. No tardaron en darse cuenta que debían quemar ese “testimonio del pecado” que ellos atesoraban. Aquel caso quedó en la más absoluta reserva.

Al contar estos dos casos, la intención es destacar la importancia vital que tiene la sinceridad y la autenticidad. Y el valor para contar nuestros errores o nuestros traumas del pasado.
Es que cuando en una congregación los miembros calzan caretas, andan a la defensiva y solo cuentan logros y triunfos, se desvirtúa el estilo de comunión que el Señor quiere que mantengamos.
Nos enseña la Palabra: “Si afirmamos que no tenemos pecado nos engañamos a nosotros mismos” (1 Juan 1:8)
“Pero si vivimos en luz, así como él está en luz, tenemos comunión unos con otros y la sangre de Jesucristo nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7)
Por Marcelo Laffitte