Eres rico, si has aprendido a dar

El laureado escritor norteamericano Ernest Hemingway, uno de los mejores novelistas del siglo pasado —fallecido en 1961— y autor de obras inmortales como "Por quién doblan las campanas", "París era una fiesta" y "El viejo y el mar", decidió pasar sus últimos años en un rancho junto al mar, en La Habana, Cuba. Amaba profundamente el océano y encontraba en él una fuente constante de inspiración y sosiego.

Pero lo que más me impactó al conocer su historia no fueron sus libros ni su fama, sino una costumbre personal que practicaba con férrea disciplina: cada 24 de diciembre, en Navidad, regalaba las dos cosas materiales que más amaba en ese momento. En una entrevista confesó: “Cuando se aproxima esa fecha, hago un balance de aquello que más me importa, y esas cosas las obsequio”. Un año regaló su caballo y su amado sillón de lectura. Otro año, una repisa repleta de libros y su automóvil favorito. Y así lo hizo, sin excepción, hasta el final de sus días. Cuando le preguntaron por qué lo hacía, respondió con una sinceridad admirable: “Por tres cosas: primero, para matar ese horrible avaro que todos los hombres llevamos adentro; segundo, porque aprecio a la gente y me causa placer ver sus rostros cuando reciben algo inesperado; y tercero, para demostrarme a mí mismo que yo domino sobre las cosas… y no que las cosas me dominan a mí”.

¡Qué lección tan poderosa de un hombre que, a pesar de no ser un líder espiritual, comprendió un principio eterno del Reino de Dios!

La Biblia enseña lo mismo, con claridad meridiana:“No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el óxido destruyen, y donde ladrones minan y hurtan; sino hacéos tesoros en el cielo... Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón” (Mateo 6:19-21). Y también expresa: “La vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee” (Lucas 12:15).

En un mundo donde muchos confunden valor con precio, y posesión con identidad, Hemingway nos recuerda que el verdadero poder no está en acumular, sino en soltar. No está en cuánto tenemos, sino en cuánta libertad tenemos para soltar lo que más valoramos. La generosidad no se mide por la cantidad que damos, sino por la fuerza con la que somos capaces de desprendernos.

Una historia parecida escuché de un joven empresario cristiano que, al cumplir 40 años, hizo algo sorprendente: vendió su auto deportivo y con el dinero compró un minibús para un hogar de niños. Cuando sus colegas le preguntaron si se había vuelto loco, él contestó: “No me volví loco… me volví libre”.

También me impactó escuchar el testimonio espontáneo de un hombre en un velatorio. Mientras se acercaba al féretro, murmuró con lágrimas en los ojos:
“¡Qué gran hombre fue! Trabajó mucho y logró una muy buena posición económica… pero murió en la más absoluta pobreza, porque conoció a Cristo y comenzó a donar todo lo que tenía a la gente necesitada”.

En esas despedidas suele hablarse de títulos, empresas y conquistas. Pero aquella frase final, en su aparente contradicción, fue la más gloriosa de todas: “Murió en la más absoluta pobreza… porque se entregó por completo”.

La generosidad es una de las señales más claras de un alma libre y transformada por Dios.

No lo digo yo: “Hay más dicha en dar que en recibir” (Hechos 20:35). “El alma generosa será prosperada; y el que saciare, él también será saciado” (Proverbios 11:25).

Por Marcelo Laffitte

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