“Todo fue por Gracia”

“Sublime Gracia del Señor, que a un pecador salvó, fui ciego mas hoy veo yo, perdido y Él me halló”. Estas son las palabras más conocidas de un antiguo himno escrito por John Newton y William Cowper en 1772 que describen dulcemente la verdad y profundidad de la gracia de Dios.

En estas páginas quiero compartir, precisamente, cómo Su gracia impactó mi vida en diferentes momentos y maneras a través de los años y espero que estas palabras sean de inspiración para buscar y conocer en profundidad “las abundantes riquezas de su gracia en su bondad para con nosotros en Cristo Jesús” (Efesios 2:7).

Conocí a Jesús una mañana de invierno de 1992. Me había despertado luego de un largo sueño en el que vi algo que parecía un resumen de mi vida y cómo esta seguiría, si yo continuaba caminando sin Cristo.

No voy a dar detalles, pero me pareció espantosa.

Cuando estuve bien despierto decidí que no quería una vida sin Dios y le rendí mi corazón a Jesús. Tenía 11 años y había nacido en una familia cristiana evangélica.

Voy a la iglesia desde que tengo memoria, así que crecí en un ambiente completamente rodeado de creyentes en Jesús y toda la cultura que ello conlleva.

Aunque sé orar y conozco la Biblia desde mi primera infancia, fue en ese preciso momento que entendí que necesitaba a Jesús, que no podía vivir sin Él, que no podía morir sin Él.

Jesús se acercó a mí, sin tener ninguna obligación de hacerlo y yo no tenía ningún mérito ante su trono, solo su gracia fue la que me alcanzó.

¿Qué es la gracia?

La definición más conocida de la gracia es: “favor inmerecido”; pero es mucho más que eso: la gracia también es poder, es manifestación de amor.

A menudo las personas que aman y perdonan con regularidad son vistas como débiles, pero en realidad son las más fuertes.

Soy hijo primogénito de mi mamá, pero el tercer hijo de mi padre.

Él había enviudado mientras esperaba el nacimiento de su tercera hija. En una complicación durante el parto perdió a la niña y a su esposa en el mismo momento. Fue muy duro para él y para mis hermanas mayores, que tenían 5 y 3 años.

Al tiempo, el Señor le regaló una nueva esposa y cuando comenzó a rehacer su familia, un embarazo

riesgoso puso de nuevo la sombra de aquella situación ante sus ojos.

El temor y la incertidumbre le dieron pelea.

Mamá recibió el “consejo” médico de abortar para asegurar su vida; pero al recurrir a su pastor, éste le dijo una frase que ella recuerda hasta el día de hoy: “aunque tengas que dar tu vida por esa criatura, no abortes. El Señor estará contigo”; y así fue.

Nací sietemesino, pero completamente normal. Su gracia cubrió a la familia que recibía a un nuevo integrante.

Entendiendo a la muerte

Mi infancia transcurrió de una manera normal: la escuela, el barrio, la iglesia y los amigos de la niñez que siempre recordamos.

La primera experiencia fuerte que recuerdo haber enfrentado fue entender la muerte. En un lapso de seis meses fallecieron un tío y un primo, ambos muy queridos por mí. Esa experiencia de separación fue muy difícil de asimilar. Uno falleció debido a un infarto y el otro, de cáncer.

Ver la separación repentina y sin mucha explicación, no saber cuándo nos volveríamos a ver y de qué manera sería ese encuentro me abrumó; pero el Señor guardó mi corazón y me dio paz, me ayudó a aceptar su soberanía y a descansar en saber que Él nos prepara moradas en su presencia.

Un enemigo irrumpió en mi vida

Poco tiempo después, conocí a uno de los más grandes enemigos que me tocó enfrentar en lo que llevo de vida: el temor. Digo temor, en una forma muy específica porque años más tarde supe que se debió a un trastorno de pánico que me golpeaba duramente con un sinfín de ataques a los que no les encontraba explicación. Sufría, además, agorafobia y fobia social.

Estos temores se definen como “una vivencia de miedo o terror intenso, con sensación de descontrol, desmayo o muerte inminente, que se presenta súbitamente” (tomado del libro “Cómo superar el pánico y la agorafobia” de Alfredo Cía, Editorial Polemos, 2006; página 22).

El padecimiento de estos ataques repentinos e inexplicables me hacía imposible la vida social, por lo que tuve que abandonar el cursado de la escuela secundaria en cuarto año.

La situación se volvió tal, que el único lugar que percibía como medianamente seguro era mi propia casa, así que me resultaba muy difícil salir de ella. Es lo que se conoce como agorafobia, que se define como el “miedo a sentirse expuesto y desamparado en caso de tener una crisis de pánico” (tomado del libro anterior, página 38) y como sabía que nadie me podía entender desarrollé la fobia social, que es simplemente una forma de miedo al contacto directo con la gente.

Una manifestación extraordinaria de la gracia de Dios para conmigo en ese tiempo, fue darme el valor y la fuerza para seguir estudiando y presentarme para rendir en forma libre las materias del secundario que me faltaban.

Los que habían sido mis profesores me ayudaron en la preparación y terminé el secundario casi al mismo tiempo que mis compañeros. Éramos la promoción 1999 y sólo me quedaron tres materias, que fueron aprobadas entre marzo y abril del siguiente año.

¿Un problema espiritual?

Pasé más de tres años sin ser diagnosticado correctamente, porque la medicina general no estaba muy al tanto de este problema.

Iba a los médicos según aparecieran los síntomas: al cardiólogo, al especialistaen vías respiratorias, al neurólogo, al clínico y todos me decían que no tenía nada o que no sabían lo que tenía.

Por otra parte, estaba convencido de que mi problema era puramente espiritual, así que recibí oración, ministración y liberación de cuanto hermano, pastor, líder o amigo creyente me encontrara en el camino. Felizmente, la mayoría de ellos me acompañó de la manera que pudo; algunos luego

de orar conmigo y por mí hasta el cansancio me decían: “No sé qué tenés, pero sé que el Señor te va a sacar de ésta”.

Otros me sorprendieron tristemente, porque venían a orar por mí como si fueran mi última esperanza, como si la única ministración que importara fuera la de ellos. Uno me dijo: “ahora sí que te vas a liberar” …y como no pasaba nada replicó: “debe ser algún pecado que no confesaste”. Así que me esforcé en tratar de recordar cualquier cosa que pareciera remotamente mala o mal hecha en mis 16 años de vida, pero nada de eso me ayudó.

Poco a poco, el Señor me fue dando la respuesta. En los momentos en que más cansado me sentía, recibía una paz indescriptible que me renovaba las fuerzas. El problema continuaba, pero yo tenía esa paz que guardaba mi corazón. Luego encontré un médico que me diagnosticó correctamente por primera vez y comencé una terapia con medicación.

Hoy puedo afirmar que tanto la psicoterapia como la medicación me ayudaron mucho, pero no resolvieron mi problema.

La respuesta plena vino en el silencio, en mis momentos con Dios, yo solo, en esa comunión que se podría describir como el “silbo apacible” (1 Reyes 19:12). Una vez más Su gracia me cubrió y disipó mis temores, aunque muchas veces pensé que eran invencibles.

El aguijón no me fue quitado por completo. Hay momentos en los que tengo algunos gestos nerviosos, pero nada comparado con lo que viví en mi adolescencia. Llevo una vida social completamente normal.

Muchas veces la prueba persiste por tanto tiempo que pensamos que nunca, literalmente nunca, saldremos de ella.

Sin embargo, cuando Dios interviene y nos transforma, la temporada cambia y el recuerdo de lo que vivimos parece increíble, y es solo Su gracia la que nos permite subir un escalón más en el trayecto a Su voluntad.

La disciplina: una forma de la gracia

En esa “multiforme” gracia que recibimos, hay un matiz muy particular que se llama disciplina. La disciplina es una forma de la gracia de Dios en nosotros.

Hay dos formas de saber claramente que somos hijos de Dios.

Una es el testimonio que el Espíritu Santo da a nuestro espíritu (Romanos 8:16) y la otra es la disciplina (Hebreos 12: 5-11). Es la forma de amor más dolorosa pero productiva, que podemos recibir.

El pasaje dice claramente, que si Dios nos corrige o disciplina es porque nos considera sus hijos y que ningún hijo bien amado, es criado sin ella.

Se nos llama a cobrar ánimo en medio de estos duros episodios que normalmente pasamos con enojo, tristeza, a veces ira, pero que constituyen una gran afirmación de nuestro lugar como hijos y forjan nuestro carácter para llegar mucho más lejos.

Esto lo aprendí cuando fui padre.

Mi hija tiene 8 años y creo que nunca había crecido tanto en mi relación con Dios, como en estos años de paternidad.

No podía ver plenamente a Dios como un padre hasta que me encontré tratando de ser lo más tierno posible al decir: “no saltes así; ten cuidado. te puedes caer; no comas eso” y cosas así.

Aprendí que la disciplina es elemental para el desarrollo, y, por lo tanto, es también una forma de la gracia de Dios revelada a nosotros; esa gracia inmerecida, poderosa, simple pero inexplicable. Solo su gracia, su gracia es suficiente para mí.

Extractos del testimonio del Lic. Santiago Klimiszyn, del libro “Camino al Cielo”. Él vive en Resistencia, Chaco, Argentina. Está casado con Natalia Neumann, tienen una hija pequeña llamada Micaela, han sido músicos y consejeros bíblicos en diferentes ministerios durante más de 15 años. Santiago es Licenciado en Periodismo y también se desempeña como empleado administrativo.

Como familia, han impulsado siempre la creación de pequeños grupos bíblicos, la consejería y el fortalecimiento de las relaciones entre diferentes congregaciones para avanzar en la unidad cristiana.

Actualmente se congregan en la Iglesia Centro Cristiano de Avivamiento, de los Pastores Robert y Susana Acosta

Editora del Sitio
"Te haré entender y te enseñaré el camino en que debes andar. Sobre ti fijaré mis ojos..."

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