Deja que Dios programe tu ruta

Un pedacito del libro que, sobre anécdotas de mi vida, estoy terminando: A los 25 años aproximadamente, conseguí lo que pintaba como un buen trabajo en una radio AM de Puerto Madryn, provincia de Chubut, muy lejos, en el sur del país.

Eran años de “vacas flacas” para mí y para mi familia. Recuerdo que no tenía maleta para viajar, así que mi madre, con todo esmero, reforzó una caja de cartón, le armó una especie de manija para portarla y allí acomodó las pocas ropas que tenía, un par de salamines (embutidos) y unos panes.

En mi pueblo, Laguna Paiva, me habían sugerido que fuera hasta el estadio del Club Cólón, de Santa fe, ubicado en la salida de la ciudad, porque por allí pasaban muchos camiones que iban a la Capital Federal. No había para pagar un boleto de micro, apenas llevaba unos dos mil pesos de los de ahora en el bolsillo, que no me alcanzarían para comer más de tres días.

La idea era llegar al Mercado Central de Buenos Aires porque, según me habían dicho, desde ese lugar salían muchos transportes para el sur del país.

Luego de un rato de “hacer dedo” (auto stop) me levantó un camión tanque de la firma “Agip Gas”. El chofer era un muchacho de unos 40 años, muy agradable. En el momento de subir, ni imaginaba que este camionero, con una decisión que tomaría en el camino, cambiaría radicalmente el destino de mi vida.

Tuve ocasión de contarle mis sueños de poder llegar a ser un periodista importante. El chofer me escuchaba con mucha atención y me hacía preguntas. El camión se detuvo nuevamente en la ciudad de San Nicolás, ya en la provincia de Buenos Aires y me dijo: “Te voy a dejar en este lugar un par de horas. Aquí vive una tía muy querida y cada vez que hago este circuito no me pierdo la oportunidad de acercarme a su casa y tomar unos mates con ella. Nos vemos en un rato”.

Nunca había pisado San Nicolás, la ciudad del acero. Allí estaba la empresa metalúrgica SOMISA.

Mientras miraba las vidrieras haciendo tiempo me sucedió algo absolutamente inesperado: alguien me llamó por mi nombre desde arriba de un Citroen 3CV flamante: “¡Marcelo… ¿qué haces por aquí?”. Era Juan Méndez, un amigo de mi pueblo -unos años mayor que yo- que trabajaba como supervisor en SOMISA.

Le estaba contando que iba rumbo al sur a trabajar en una radio cuando me interrumpió: “Aquí acaba de inaugurarse una muy buena radio AM, LT 24 Radio San Nicolás, y están buscando personal…”

Le pedí por favor que me llevara hasta esa emisora y a los 15 minutos un señor de apellido Buonofiglio me estaba tomando una prueba.

Todo eso se iba grabando en un inmenso grabador de cinta. Buonofiglio la tomó y se llevó la prueba a la oficina del director de la radio, Julio Martí, quien a los treinta minutos salió y como toda respuesta me hizo un ofrecimiento que me dejó frío: “¿Cuándo quiere comenzar? Le ofrecemos el horario de 19 a 1 de la madrugada y le podemos pagar tanto por mes…” Mi respuesta fue inmediata: “Mañana empiezo” Y al otro día mi voz estaba saliendo por una de las mejores radios del interior de Buenos Aires.

Trabajar en esa emisora era un privilegio y una manera veloz de hacerme conocido en esa próspera ciudad de más de 150 mil habitantes.

Todo eso sucedió en menos de dos horas. Así que fui a la esquina donde habíamos acordado encontrarnos con el camionero y sin prólogo alguno le dije: “Culpa del cariño que le tienes a tu tía acabo de ser tomado en la radio local y me quedo a vivir en San Nicolás…gracias”.

Mi amigo el chofer sonrió entre asombrado y complacido y solo le salió: “Te deseo la mejor de las suertes, periodista”. Nunca más lo vi.

La historia continúa por supuesto, porque en esa ciudad me ocurrirían las tres cosas más trascendentes que viví en toda mi existencia: Conocería al Señor Jesús, me casaría con Hilda y nacerían mis tres hijas…

¿Quién programó a ese camionero, esa ruta y ese destino?

Por Marcelo Laffitte

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