Cuando Jesús caminaba por las calles, no veía pecadores a los que debía juzgar, sino almas que necesitaban ser restauradas. No veía enfermos solamente, sino personas con fe. No veía multitudes, sino individuos con historias, lágrimas y anhelos profundos. Su mirada era de amor, compasión y esperanza.
Nosotros, en cambio, muchas veces miramos desde el cansancio, el prejuicio o la indiferencia. Vemos al que falla y lo etiquetamos; al que sufre y nos alejamos; al que se equivoca y lo señalamos. Pero Jesús nos invita a mirar como Él mira: con ternura, con paciencia y con misericordia. Ver con los ojos de Jesús es detenernos ante el necesitado, es interesarnos genuinamente por el otro, es amar sin condiciones.
Cuando Jesús vio a Pedro, vio un pescador impulsivo, sí, pero también un líder valiente. Cuando vio a la mujer samaritana, vio su sed de amor y no su pasado. Cuando vio al ladrón en la cruz, no vio su delito, sino su fe. Jesús veía siempre el potencial, lo que podía llegar a ser una vida tocada por el poder de Dios.
Hoy, el Señor nos llama a pedirle que transforme nuestra mirada. Que podamos ver a nuestros hijos, a nuestro cónyuge, a nuestros compañeros, a los hermanos de la iglesia y a los que nos rodean con los ojos de Cristo. Que no nos quedemos en lo visible, sino que aprendamos a discernir lo invisible, la necesidad, el dolor, la esperanza que hay detrás de cada persona.

Pídele al Espíritu Santo que te ayude a mirar como Jesús mira. Que cada vez que te encuentres con alguien, puedas ver su valor, su historia y su propósito. No olvides que cuando cambias tu mirada, cambia también tu manera de amar, servir y responder a las personas.


