Aquellos mercenarios romanos estaban no solamente crucificando al Salvador, sino que burlándose de Él; lo injuriaban, lo humillaban, lo degradaban al grado sumo. Me parece oír las carcajadas. Me parece ver el momento terrible en que le quitaron las pocas ropas para sortearlas entre ellos. El Señor clamó por un poco de agua, y con una caña y una estopa le pusieron un líquido amargo en la boca.
Alguien le clavó una lanza entre las costillas.
La vida de Jesús se iba apagando lentamente. Sin embargo, pese al dolor extremo y a la crueldad sin límites de los soldados, usó el último minuto para pronunciar aquellas ocho palabras que han conmovido a la humanidad:“Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34)
Los soldados no le imploraron perdón a Jesús.
Ellos no le dijeron: "Somos soldados que estamos cumpliendo órdenes, no hacemos esto porque queremos, perdónanos."
Todo lo contrario, lo que se advierte es una terrible ferocidad por parte de ellos.
Pero, de igual forma, el perdón volvió a salir por amor de la boca del perdonador.
La Palabra nos enseña:“Nunca digas: ¡Me vengaré de ese daño! Confía en el Señor, y él actuará por ti” (Proverbios 20:22)