Está comprobado que cada uno será el cristiano que decida ser. Nadie llega a la madurez espiritual por accidente ni tropieza con la santidad por casualidad. Algunos, aun con el paso de los años, -como mis amigos Martín y Chaick, los dos de mas de 90 años- siguen teniendo hambre y sed de Dios, como el salmista que decía: “Como el ciervo brama por las corrientes de las aguas, así clama por ti, oh Dios, el alma mía” (Salmo 42:1).
Son los que, como las águilas, no se conforman con volar bajo, sino que se elevan alto en la búsqueda de lo eterno.
Otros, en cambio, se han resignado a una vida cristiana sin vuelo.
Por comodidad, desidia o falta de disciplina, se mantienen a ras del suelo, como la perdiz, que corre pero no vuela. Algunos vivirán siempre en la plenitud del Espíritu, mientras otros nunca saldrán del banco de suplentes. Y no es el diablo el que lo decide, ni el mundo, ni las circunstancias. Uno escoge.
Para ilustrar la lucha constante entre la carne y el espíritu, suelo usar una imagen sencilla pero reveladora: la de los dos perros que todos los cristianos llevamos dentro. Uno es negro y representa nuestra naturaleza carnal; el otro es blanco y simboliza el espíritu regenerado por Cristo. Aunque la imagen es simbólica, la aplicación es profundamente real.
Cada día alimentamos a uno de los dos. Y de acuerdo a cuál alimentemos más, ese se fortalecerá. El apóstol Pablo lo expresó con claridad: “Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y éstos se oponen entre sí” (Gálatas 5:17).
Si buscamos una vida de integridad, si nos sumergimos en la Palabra, si cultivamos una relación íntima con Dios y caminamos en generosidad, entonces el perro blanco —el espíritu— se fortalece.
Pero si toleramos pensamientos impuros, nos rodeamos de malas influencias, soltamos la lengua sin control, o vivimos haciendo trampas, el que crece es el perro negro —la carne. Como dice Romanos 8:13: “Porque si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis.”
La dieta que escogemos para nuestra alma no es neutra ni inocente. Cada decisión que tomamos, cada palabra que decimos, cada pensamiento que toleramos, alimenta a uno de los dos perros. Y esa alimentación no es sin consecuencias. Si alimentamos al perro blanco, habrá frutos visibles: paz, dominio propio, gozo, amor (Gálatas 5:22-23). Pero si alimentamos al negro, también habrá consecuencias: ira, celos, contiendas, desórdenes y vacío interior (Gálatas 5:19-21).
En resumen, la vida cristiana que llevamos hoy es el resultado directo de las decisiones que hemos tomado ayer.
¿Queremos una vida de paz o una de sobresaltos? ¿Queremos volar como el águila o correr como la perdiz? ¿Queremos frutos o consecuencias? La elección está en nuestras manos. Y Dios, que es bueno y justo, honra nuestras decisiones.
“No os engañéis; Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará” (Gálatas 6:7).