El enemigo sabe que, si logra distraernos, debilita nuestra fe y nos aparta de la comunión con el Señor. Esa fue su estrategia desde el principio, desviar la mirada de Eva del mandato de Dios hacia lo atractivo del fruto prohibido. Una pequeña distracción terminó en una gran caída.
Por eso, la Palabra nos invita a aprender a estar quietos, a silenciar lo que nos desenfoca, para conocer verdaderamente a Dios. Cuando Jesús visitó la casa de Marta y María (Lucas 10:38-42), Marta estaba agitada con muchas tareas, mientras que María se sentó a los pies del Maestro para escucharlo. Jesús le dijo a Marta: “Afanada y turbada estás con muchas cosas. Pero solo una cosa es necesaria; y María ha escogido la buena parte.” María supo silenciar la distracción y priorizar la presencia de Jesús.
Silenciar la distracción no significa dejar de trabajar o cumplir responsabilidades, sino aprender a darle a Dios el primer lugar. Es detenernos en medio del ruido para decir: “Señor, quiero escucharte a Ti por encima de todo lo demás”. Cada vez que apartamos un tiempo para la oración, la lectura de la Palabra y la adoración, estamos eligiendo callar las voces de afuera para abrirnos a la voz de Dios.
El reto para nosotros es claro: ¿Qué cosas están distrayendo hoy mi corazón? ¿Qué voces necesito silenciar para escuchar mejor a mi Señor? Tal vez sea la ansiedad, tal vez el exceso de actividades, o quizá el tiempo que damos a lo superficial.
Sea lo que sea, es momento de rendirlo a Dios y recuperar el enfoque en Él. Cuando silencio la distracción, el corazón se abre para oír la voz de Dios.
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Sáenz Peña - Chaco
